El nacimiento del concepto de muerte encefálica a finales de los años 60 del pasado siglo fue un hecho controvertido, aunque actualmente es ampliamente aceptado en la mayor parte de los países desarrollados. Sin embargo, aún persisten algunos aspectos de debate en relación al mismo entre los que destaca el hecho de la falta de unanimidad en la aplicación de los criterios diagnósticos entre los distintos países. Actualmente se puede constatar cómo ni en el marco clínico, ni en el marco legal, existen criterios universales para el establecimiento de la muerte de la persona por criterios neurológicos. Ello ha traído como consecuencia la frecuente existencia de discusiones de casos clínicos en los que se cuestionaba el diagnóstico, y que han trascendido no sólo en el ámbito médico, sino que también han sido fuente de debate público, en periódicos y medios de comunicación social.
Algunas escuelas bioéticas disienten del criterio neurológico para el establecimiento de la muerte, y en algunos países como en Estados Unidos, esta oposición al establecimiento de la muerte de base neurológica se ha sustentado, en otras razones en: el no considerar suficiente la ausencia de funciones del sistema nervioso central para establecer la muerte, la desconfianza en los métodos diagnósticos empleados, y argumentaciones de base religiosa.
En ocasiones esas discrepancias dirigidas al concepto de muerte encefálica han encontrado su explicación en el hecho de que no exista un único concepto de muerte encefálica en el mundo. Hoy en día conviven tres principales conceptos de muerte encefálica: la muerte encefálica global (ausencia completa de actividad de todo el sistema nerviosos central excepto la médula espinal), la muerte basada en la ausencia irreversible de actividad del tronco del encéfalo, y la muerte neocortical (la ausencia de funciones corticales sin evidencia de contenido de conciencia). Ese desacuerdo conceptual trae como consecuencia la existencia de divergencias en la implementación clínica de los criterios de muerte.
En un artículo recientemente publicado en la revista The American Journal Of Bioethics, Ivor Berkowitz y Jeremy R. Garrett, ponen de manifiesto la ausencia de criterios homogéneos requeridos para establecer la muerte de la persona por criterios neurológicos, y también la necesidad de establecer una uniformidad en el abordaje ético y legal de los tests necesarios para establecer el diagnóstico de muerte. En concreto, el artículo hace especial referencia a la situación legal de la prueba de apnea para el diagnóstico de muerte encefálica en Estados Unidos, así como a la controversia que genera la necesidad de requerir la autorización de la familia del paciente para realizar dicha prueba diagnóstica.
El test de la apnea se basa en la desconexión del paciente del respirador, que le da soporte ventilatorio, a fin de confirmar que no es capaz de desencadenar ningún tipo de movimiento respiratorio debido a la perdida irreversible de actividad del centro respiratorio, localizado en la región inferir del tronco del encéfalo. La demostración de la ausencia de actividad forma parte de todos los protocolos clínicos que tiene como base conceptual la muerte encefálica, tanto basada en la muerte del tronco del encéfalo, cómo en la muerte encefálica global.
Para la correcta realización de la prueba de apnea se requiere que al final de la misma, los niveles sanguíneos de anhídrido carbónico se eleven, al menos hasta 60 mmHg. Si con esos niveles de CO2 no se han desencadenado movimientos ventilatorios, se verifica ausencia de actividad del centro respiratorio, lo cual es compatible con el diagnóstico de muerte encefálica si se suma a la constatación de otra serie de criterios clínicos e instrumentales.
Uno de los efectos secundarios de la elevación del anhídrido carbónico en sangre es el hecho de que se produce, de manera ineludible, un incremento del volumen sanguíneo cerebral y de la presión intracraneana, lo cual, si el paciente no estuviera muerto, podría tener consecuencias deletéreas para el mismo.
La realización de la prueba de la apnea es, por tanto, útil para establecer el diagnóstico de muerte por criterios neurológicos, aunque no reporta ningún beneficio a la vida del paciente. Del diagnóstico de muerte encefálica se debería derivar una única acción: el cese completo de la terapéutica aplicada. En el caso de que el paciente pudiera ser donante de órganos ese cese se realizaría en quirófano tras la extracción de los órganos, mientras que si el paciente no fuese donante la interrupción del tratamiento se realizaría en la unidad de cuidados intensivos.
En consecuencia pueden plantearse dos cuestiones éticas principales: 1.-¿Es correcto realizar una prueba clínica que no reporta ningún beneficio al paciente y que además podría ser potencialmente deletérea para su estado de salud, si el paciente estuviese vivo? 2.-¿Es necesario solicitar consentimiento a la familia del paciente antes de realizar la prueba de la apnea? A ello se añaden otras cuestiones éticas y clínicas: ¿Se puede sustituir la prueba de la apnea por un test instrumental que no ponga en riesgo la vida del paciente (si este no estuviese muerto)? y, ¿se realiza la prueba de la apnea sólo con fines utilitaristas (el diagnóstico de muerte encefálica, la donación de órganos para trasplante, la retirada de todas las medidas de soporte vital a fin de suspender toda la terapéutica en cuidados intensivos y disponer de una cama libre)?
En el artículo Berkowitz y Garrett, se constata cómo actualmente existen controversias legales en Estados Unidos al abordar la prueba de apnea, al existir diversos criterios respecto al requerimiento de autorización de la familia del paciente. Los autores del artículo ponen de manifiesto cómo en algunos estados de Estados Unidos (Montana y Kansas) la autorización familiar explícita es imprescindible antes de realizar el test de apnea, en otros estados (Virginia y Nevada) esta autorización no es requerida, mientras que en el resto de estados no está establecido la necesidad o no de requerir la autorización y el consentimiento familiar. En encuestas realizadas a médicos americanos, casi un 30 por ciento de ellos consideran que se debería solicitar autorización a la familia antes de proceder a realizar los test diagnósticos para muerte encefálica, mientras que el resto de los encuestados considera que los exámenes clínicos e instrumentales forman parte de la actividad médica básica, por lo que no sería preciso solicitar consentimiento informado. Por otra parte, las guías de práctica clínica de la Asociación Americana de Neurología no hacen mención a la necesidad de solicitar ese consentimiento.
La controversia se ahonda cuando se tiene en cuenta que, también en Estados Unidos, en una reciente encuesta a médicos intensivistas y neurólogos, estos manifestaron que casi un 50 por ciento de ellos habían encontrado casos en que la familia del paciente que había desarrollado muerte encefálica, rechazaba el hecho de que se limitara la terapéutica a pesar del diagnóstico. Parece obvio que si en estos casos se hubiera requerido la autorización de los familiares para realizar el test de la apnea, está no habría sido otorgada.
La propuesta que realizan Berkowitz y Garrett es que el médico contextualice cada caso, a fin de valorar la necesidad de solicitar el consentimiento informado para la realización de las pruebas diagnósticas de muerte encefálica. En sus recomendaciones concluyen que el médico debería: 1.-Recopilar toda la información necesaria a fin de conocer los valores objetivos y preferencias del paciente expresados en la voz de sus representantes 2.-Escuchar atentamente lo expresado por el representante legal del paciente, y cerciorarse de que este ha comprendido todos los aspectos relativos a la importancia del diagnóstico de muerte encefálica, y 3.- Explicar claramente justificación de la realización de los tests y manifestar su propia opinión sustentada en base científica y ética.
En Estados Unidos el peso del consentimiento informado en la práctica médica es probablemente superior al de otros países, e igualmente el miedo de los profesionales de la medicina a recibir una demanda legal influye en el análisis de Ivor Berkowitz y Jeremy R. Garrett. No obstante, cuando se realiza un balance sobre el mejor interés del paciente, de sus representantes, y los recursos hospitalarios para la atención a pacientes críticos, parece razonable que, sin perder de vista la importancia de la autonomía del paciente, expresada por sus familiares, debe tenerse en cuenta el significado ético que tendría no realizar la prueba de la apnea, y en consecuencia no confirmar el diagnóstico de muerte. Si el paciente se encontrase en situación de muerte encefálica (lo cual es altamente probable si ha desaparecido toda expresión clínica del tronco del encéfalo), mantenerlo conectado a un respirador y bajo tratamiento médico, no solamente vulneraría el mejor interés del paciente, ya que se estaría sometiendo el cuerpo de la persona fallecida a maniobras de inutilidad terapéutica ostensibles, sino que además tendría como consecuencia el mantenimiento de una situación carente de esperanza. Por otra parte, el completar el diagnóstico mediante la prueba de la apnea permitiría que, una vez establecida ésta, se pudiesen ordenar los recursos asistenciales de modo que se diese oportunidad de tratamiento a un paciente crítico en espera de cama en la unidad de cuidados intensivos.
José María Domínguez Roldán*
Observatorio de Bioética
Instituto de Ciencias de la Vida
Universidad Católica de Valencia
* José María Domínguez Roldán
Jefe Clínico de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Universitario Virgen del Rocío de Sevilla
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